**¿Por qué esto importa?**
Cuando un sistema electoral presenta fallas que no se explican claramente, la confianza ciudadana se resquebraja. No se necesita un fraude comprobado para que la democracia entre en riesgo. Si la gente deja de entender y creer en cómo se cuentan sus votos, el sistema pierde legitimidad. Esto no es solo un problema técnico, es una amenaza a la base misma de nuestra convivencia política.

**El descuadre que nadie explica: la grieta silenciosa en la confianza electoral de Chile**

El dato es oficial y concreto: un 6.2% de las mesas de la última elección presidencial presentaron inconsistencias en sus conteos. Aunque la justicia no ha hablado de fraude, el problema de fondo es otro. Cuando un sistema electoral deja de ser transparente y comprensible para la gente común, la democracia misma se debilita. Chile no está solo en esto; la historia de América Latina muestra que estas grietas en la confianza pueden desembocar en graves crisis políticas, incluso sin que exista un delito probado.

La pregunta que queda flotando es incómoda pero necesaria: ¿cómo le explicas a un país que más de 6 de cada 100 mesas tuvieron problemas, sin que eso afecte la fe en el resultado final? Expertos en política señalan que la clave de una democracia sana no es que a todos les guste el ganador, sino que todos confíen en el proceso. Cuando ese proceso se vuelve opaco o difícil de seguir, esa confianza se erosiona.

Un punto especialmente delicado es la primera vuelta presidencial. Con resultados tan ajustados entre los candidatos, algunos analistas se preguntan si ese nivel de descuadre pudo haber cambiado el orden de los resultados, definiendo quiénes pasaron a la segunda vuelta. Plantear esta duda no es acusar, sino hacer una pregunta válida cuando los márgenes son estrechos y los errores, significativos.

Chile tuvo por décadas un sistema electoral en el que la gente confiaba porque podía verlo funcionar: conteos manuales, actas físicas, apoderados observando. La confianza se construía viendo. Hoy, con procesos digitalizados y externalizados a empresas privadas, el sistema se volvió una «caja negra» para el ciudadano común. Ya no se ve, solo se cree. Y cuando la creencia no se basa en la comprensión, es frágil.

Los ejemplos en la región son claros. En Perú, tras las elecciones del 2021, nunca se probó un fraude, pero la desconfianza en el proceso generó una crisis política que terminó con la destitución del presidente. En Brasil, la sombra de la duda sobre los comisiones de 2014 alimentó una polarización que años después explotó en ataques a las instituciones. No hace falta un delito; basta con que el sistema no pueda cerrar el ciclo electoral con legitimidad ante los ojos de todos.

La solución no está en negar el problema, sino en enfrentarlo con transparencia. Países europeos, ante irregularidades, han optado por hacer auditorías exhaustivas e incluso repetir votaciones en mesas problemáticas. Esa rigurosidad, lejos de debilitar la democracia, la fortalece. Lo que realmente la daña es insistir en un sistema que la ciudadanía ya no entiende ni en el que cree plenamente. El desafío para Chile no es solo cumplir la ley, sino recuperar la credibilidad que se está esfumando.

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